martes, 22 de marzo de 2011

HABÍA UNA VEZ UN CIRCO, O ALGO ASÍ.

Como todo padre sin infancia, el mío tomó como misión personal el llevarme a cuanto circo cayera al barrio. El verbo caer no es una mala elección si se tiene en cuenta lo golpeadas que parecían algunas de esas compañías.

Entremos en aquel mundo bizarro de la segunda parte de los años ochenta. De opaco colorido, parches y sospechosas delgadeces, se suponía lugar de obligada felicidad. No miento cuando digo que entre 1988 y 1992, asistí a unas treinta funciones, y eso quitando las veces que me “castigaron” suspendiendo el paseo por mal comportamiento.

Conocí carpas llenas de lujo –las menos- y llenas de parche –las más-. Nueve de cada diez arrastraban una pobreza tan mal disimulada que ni mis tiernos cinco años me salvaron de notarla. Así aprendí que si el circo tenía la palabra “gran” adelante, igual de “gran” iba a ser la desilusión. Muchas veces me reía de compromiso. Era tal el esfuerzo de ese payaso sudado (que hacía las veces, con su cara verdadera, de vendedor de pochoclo y acomodador) para hacer reír a los nunca más de diez espectadores, que no quedaba otra que inventar carcajadas tan sonoras como falsas.

Mi papá también veía las necesidades, pero él reía para que yo no las notara, y viceversa. Estábamos atrapados en un círculo de culpa e hipocresía. Era demasiado para un ser cuyo pico máximo de estrés en aquel momento lo generaba la presión de dejar de chuparse el dedo antes de entrar a la primaria. Volvíamos ambos en silencio, indignada yo por haber permitido que la situación me obligue a divertir (algo imposible de lograr, como aprendí a temprana edad), y la certeza de que regresaríamos esperanzados ni bien la próxima compañía itinerante llegara. 

Como tantas cosas que nos espantan pero no podemos evitar presenciar (morbo, le dicen), sospecho que esta será una de las múltiples formas en las que arruinaré la vida de mis vástagos, si es que los circos existen para entonces. Si no he vuelto, es porque no cuento con un menor para usar de excusa. Parece que esas tardes de domingo con mi papá me dejaron esta atracción aberrante, un sinfín de micro fotos en tubitos de plástico… y este post, claro.