lunes, 2 de mayo de 2011

EL CIELO DE LOS POBRES


El interés que tengo por el teatro sumado a mis escasos ingresos me lleva a las más altas cotas. Es decir, a la sección más alejada del escenario, a esa parte del auditorio que se empeñan en llamar “paraíso”. El nombre tira por la borda aquella premisa católica de que el cielo se gana con esfuerzo. Por la mínima tarifa uno se puede sentar en los tablones y disfrutar de una obra con la misma perspectiva del mismísimo Creador: o sea, desde arriba.

La imaginación despierta. Uno se va de la función convencido de que los actores son buenos, a pesar de que nunca alcanzó a ver sus expresiones, por lo que no queda otra que inventárselas. La felicidad de la ignorancia, le dicen…

Allí arriba siempre me hallo a gusto. Agazapada en el último piso, puedo espiar a todos y salir indemne. Me quedo en patas si los zapatos molestan, y como praliné haciendo ruido, porque así es más rico. Sin embargo, agradecería unos almohadones. Mi bolsillo es plebeyo, pero mis sentaderas gustan de los acolchonados asientos de terciopelo bordó de allá bajo.

Esta preferencia la descubrí hace unos días, cuando pude colarme en el infierno de los pudientes, más conocido como Platea Baja (en mayúsculas). El resto de la asistencia, que sí había pagado su entrada, no tenía nada que temer. Por mi parte, temía que Mandinga me tocara el hombro y me dijera: “vos me debes 150 mangos”. Nunca apareció, claro, por lo que supuse que tenía asuntos más importantes por aquellos lares. Había unos cuantos longevos de doble apellido sospechosos con los que de seguro tenía algún acuerdo.

En el inframundo estaba el ingeniero Lifschitz y sus dos candidatas. Con sonrisas de campaña, jugaban a ser casuales desde uno de los balcones del primer piso, a “lo Lincoln”.  A mí me puso triste. La obra era un drama, pero aún antes de que comenzara, ya estaba deprimida pensando en que el intendente no tenía un amigo que lo acompañara al Círculo un sábado por la noche. Me consolé barajando la posibilidad de que Miguel formara parte de la pieza, que quizás era de esas que no sólo tienen lugar en el escenario.

Cada tanto mi paraíso perdido me tentaba la vista, sobre todo hacia el final de la obra, donde finalmente sus habitantes se paran para aplaudir cualquier cosa –mala o buena-, dejando mostrar sus caras, tan cerca del techo del teatro, decorado con los perfiles de los maestros de la música.

Allí estaba yo, entonces, con la crema, en esa tertulia clasista del postmodernismo, rodeada de gente que aparece en la tele. El perfume francés me invadía, y la vista de tantas ropas de domingo disparaba mis instintos consumistas y la envidia. Me corrompieron, ya no sé si mi orgullo me permitirá retornar a los altos del teatro. Por las dudas, ya señé ropa nueva.


viernes, 15 de abril de 2011

HASTA QUE EMPIECE A LARGAR

Son dos los fantasmas que se pasean entre los apostadores. Uno se pone al lado de un tragamonedas, esperando que la vieja se canse de jugar. “Cuando alguien le da de comer, después es cuestión de paciencia hasta que empiece a largar”, calcula el ánima.

Le toca el turno y se acomoda en la banqueta giratoria  forrada de terciopelo bordó. La gente le pasa por al lado sin prestarles atención a los movimientos de la máquina, creyendo que están programados. Tanto ignoran la presencia del fantasma que uno se sienta y le quita el juego, ignorando el escalofrío. Será el aire acondicionado.

El aparecido se indigna y se va a suicidar al baño, otra vez, como la primera vez, cuando perdió la casa.

El segundo fantasma no logra diferenciarse del ambiente tan viciado de humo de cigarrillo. Se preocupa por ser un fumador pasivo, olvidándose, entre otras cosas, de que está muerto. “Por otro lado, mejor así”, piensa, no vaya a ser cosa de que otra vez lo vuelvan a agarrar los matones de Marini, como esa oportunidad en que lo reventaron en el estacionamiento y ya nunca se volvió a levantar. “Miserables, por cinco lucas de mierda”, se calienta.

De lejos lo ve al usurero de saco negro, jeans y tostado falso. Se esconde debajo de una mesa de paño y le mira la tanga a la piba nueva, porque los vicios no mueren con el cuerpo. La rubia todavía no entró al book vip del hotel, pero no le falta mucho. Aprende rápido.

Está plantada al lado de un gordo sudado que ya le pasó unas fichas de cincuenta, pero la obligó a jugar. El gordo gana y “es cuestión de tiempo hasta que empiece a largar”, piensa la rubia. Se sube un poco más las tetas, disimuladamente. Después, cuando ve irse las veinte fichas de 500 del gordo, también ella se va. El gordo se agarra la cabeza, pero pone más fichas, aunque menos que antes.

De lejos, Marini le hace una seña para que se acerque. Cuando se le pone al lado, la rubia empieza a respirar por la boca. “Una ironía es que el cafisho use el mismo perfume que papá”, sonríe mientras la ocurrencia le cruza la cabeza.

La lleva por la espalda a la mesa de apostadores fuertes, y la para al lado de un viejo de orejas grandes y caídas. Se pone en coqueta pero el viejo no da bola. Al rato vuelve la cabeza y la mira de arriba a abajo, con el “no va más” de fondo. “A ver si servís de algo, pendeja”, le dice, sin separar la mirada del escote. Ella mira fijo el 21, todo coronado por las fichas azules del potencial cliente.

“¡Ceeeerooo!”, anuncia el groupier. El viejo se desploma, pegándose en la cabeza con el borde de madera noble. La rubia estudia medicina, pero no hace nada. Alrededor se junta gente, y se asoman dos caras traslúcidas. Los fantasmas se acercan al viejo y le dicen: Bienvenido, hermano, al paraíso. Se despega del cuerpo apoyando las manos en el piso alfombrado, mientras sonríe de lado.

martes, 22 de marzo de 2011

HABÍA UNA VEZ UN CIRCO, O ALGO ASÍ.

Como todo padre sin infancia, el mío tomó como misión personal el llevarme a cuanto circo cayera al barrio. El verbo caer no es una mala elección si se tiene en cuenta lo golpeadas que parecían algunas de esas compañías.

Entremos en aquel mundo bizarro de la segunda parte de los años ochenta. De opaco colorido, parches y sospechosas delgadeces, se suponía lugar de obligada felicidad. No miento cuando digo que entre 1988 y 1992, asistí a unas treinta funciones, y eso quitando las veces que me “castigaron” suspendiendo el paseo por mal comportamiento.

Conocí carpas llenas de lujo –las menos- y llenas de parche –las más-. Nueve de cada diez arrastraban una pobreza tan mal disimulada que ni mis tiernos cinco años me salvaron de notarla. Así aprendí que si el circo tenía la palabra “gran” adelante, igual de “gran” iba a ser la desilusión. Muchas veces me reía de compromiso. Era tal el esfuerzo de ese payaso sudado (que hacía las veces, con su cara verdadera, de vendedor de pochoclo y acomodador) para hacer reír a los nunca más de diez espectadores, que no quedaba otra que inventar carcajadas tan sonoras como falsas.

Mi papá también veía las necesidades, pero él reía para que yo no las notara, y viceversa. Estábamos atrapados en un círculo de culpa e hipocresía. Era demasiado para un ser cuyo pico máximo de estrés en aquel momento lo generaba la presión de dejar de chuparse el dedo antes de entrar a la primaria. Volvíamos ambos en silencio, indignada yo por haber permitido que la situación me obligue a divertir (algo imposible de lograr, como aprendí a temprana edad), y la certeza de que regresaríamos esperanzados ni bien la próxima compañía itinerante llegara. 

Como tantas cosas que nos espantan pero no podemos evitar presenciar (morbo, le dicen), sospecho que esta será una de las múltiples formas en las que arruinaré la vida de mis vástagos, si es que los circos existen para entonces. Si no he vuelto, es porque no cuento con un menor para usar de excusa. Parece que esas tardes de domingo con mi papá me dejaron esta atracción aberrante, un sinfín de micro fotos en tubitos de plástico… y este post, claro.




viernes, 11 de febrero de 2011

PARADA ESPERO


Parte de mi adolescencia transcurrió esperando amigos en la esquina de Córdoba y Corrientes. Fue allí donde, entre otros lugares, me enamoré de mi ciudad. Era el punto de encuentro para seguir camino hacia el parque, comprar regalos de cumpleaños o bien compartir un momento de ocio juvenil. Sentada en el primer escalón, casi agazapada tras el local de ventas de libros de la UNR, para no molestar, veía pasar a la gente atareada, llena de bolsas o de papeles, de traje o de ojotas. Era un agradable plan B para un país que no se jacta de su puntualidad. Uno simplemente hacía tiempo mirando pasar vida y rosarinos. No fueron pocas las veces en que me puse a hablar con alguien que también esperaba.

Esa esquina es emblemática, casi una postal de la Rosario urbana, con cuatro edificios históricos en las ochavas, que sólo te atrapan cuando mirás para arriba, cuando la agenda se detiene y te regala un momento para observar el mundo alrededor. La escalinata de la Bolsa de Comercio se transformaba entonces en una platea ideal y gratuita. Pública.

Este viernes por la mañana, intenté hacer lo mismo que hacía cuando era una adolescente. Hacía años que no me veía en la afortunada situación de poder tomarme unos minutos para reencontrarme con esa vista que me encanta. Enseguida una chica salió para decirme que aquí no se podía hacer eso que yo estaba haciendo: sentarme. Entonces entendí porque había tantos ingresantes de arquitectura haciendo dibujos en el suelo, esquivando los pisotones de los transeúntes. Les habían quitado la esquina que tan buena vista brinda del edificio de La Agrícola S.A, que tiene grado 1b de protección patrimonial. Incluso una chica se las arreglaba para dibujar la Bolsa de Comercio, sentada entre el semáforo y la parada del 107, en hora pico. En tanto, la escalinata seguía vacía, privada, como muerta.

lunes, 31 de enero de 2011

ETIQUETAS


Nadie sale bien en las foto del documento

En inglés se designa “John Doe” o “Joan Doe” a los “Juan Pérez”, dígase a los que nadie son. Siempre me pregunté sobre las consecuencias de llamarse verdaderamente así. Lo más cerca que estuve de averiguarlo fue un diálogo mantenido con un José Pérez, que no acusó ningún trauma.

En esta misma línea vale la pena resaltar a “Mengano”, que vendría de “quién sea” en árabe, al igual que Fulano. Poco sé del resto de la barra: Zutano (y no Zultano, como siempre creí) y Perengano. Aunque nunca llegué a conocer ningún infeliz con estos nombres, sí tienen entradas en el diccionario de la Real Academia Española.

Son toda una institución, a tal punto que cada país tiene sus maneras de designar a los cualquiera. Es así que llamarse Fred Nerk en Australia es igual de malo que llamarse Juan de la Cruz en Filipinas, Jean DuPont en Francia o Mario Rossi en Italia.

Conozco un grupo de amigas que designó como “Berta” a aquellas personas cuya pasión es el cuidado del hogar. Hasta hace poco yo mantenía la misma significación. Este verano leí Madame Bovary, clasiquísimo de la literatura francesa parido por Flaubert, y me encontré con que la protagonista bautiza así a su hija, tras escuchar el nombre en una fiesta que da un tal vizconde. Es decir, como un nombre lleno de elegancia, status y sofisticación. Desde ya que Ema Bovary no sería mi amiga

Siguiendo con las significaciones nominales, otro grupo de amigos usa el nombre “Marcelo” a modo de insulto leve, sinónimo de “gil”, “tarado”, “pánfilo”, etcétera. Ej: “Aquel es un Marcelo bárbaro”. Hay dos detalles curiosos. Por un lado, ninguno se acuerda del por qué de la elección; por el otro lado, dentro del grupete hay un Marcelo (propiamente dicho) que también usa el devenido adjetivo con mucha naturalidad y sin darse por aludido.

Como se verá, hay nombres propios que se transformaron en sustantivos o adjetivos en sí mismos, pero el que llegó a tener verdadero alcance nacional es el de Susana. En lo reciente (bueno, no tanto) podemos hablar de la reina de los teléfonos, quien en los 80 y 90 la gente sí le atendían los llamados. También a sus Susanos, que casualmente suelen llamarse Marcelo

Pero esto es apenas una introducción para nombrar al fabuloso Quino y uno de sus monstruitos: Susanita. El entrañable personaje de la tira Mafalda tiene un sólo objetivo en la vida y es convertirse en la esposa de alguien bien. El pópulo decidió entonces que el nombre designaría a toda mujercita con igual fines. Desde su primera aparición, el 29 de marzo de 1965, muchas cosas han cambiado y ya no son sólo mujeres las Susanitas. De hecho hay varios muchachos obsesionados con buscar una chica bien para llevar al altar. Pero eso es otro tema.

A los 6 años me llevaron por primera vez a Mundo Marino, y me encontré con que la orca se llamaba igual que yo. Más adelante descubrí que mi nombre significaba “Casa del Pan” (panadería, o sea). He combatido contra la balanza toda mi vida. Como se verá, hay muchas formas de arruinarle la vida a un hijo. La primera es el nombre.